miércoles, 30 de abril de 2014

La pastilla

Aquella noche me encontraba solo, sentado en mi coche, de cara al mar, con la única compañía de una luna llena brillante y una muñeca inflable barata en el asiento de al lado.


El mar sonaba, incansable, en su hermosa sinfonía del romper de olas. En la radio de mi mente, músicos locos que tocaban melodías reticentes y desconcertantes. Hacía días que no me encontraba bien. Estaba sumido en una depresión; la depresión por haber perdido a la mujer de mi vida. Ya no escuchaba su voz en la mañana, ya no veía su risa las tardes de domingo, ya no besaba sus labios ni tocaba su pelo. Todo era un efímero recuerdo, vano y escandaloso, que provocaba desprendimientos mentales en mi cerebro. Ya no había sexo, debía conformarme con los fríos y poco placenteros, orificios de aquella muñeca inerte que me acompañaba. Esa noche estaba dispuesto a ahondar en ella, a contarle todos mis secretos. Ya sé, es triste, pero créanme, cuando lo has perdido todo, puede resultar necesario, hasta imprescindible, hablar con alguien, incluso aunque ese alguien sea de polietileno color

domingo, 27 de abril de 2014

Perfume. Capítulo 42

Mis cavilaciones son dispares, confusas. Un ligero confort al ver mi casa recuperada del robo me ayuda a pensar, pero no es suficiente; pesa más el deseo de estrangular a Sandra, la información que me queda por descubrir de Sara y los mini Héctors que rondan por mi cabeza. De repente, siento un impulso de ir a la habitación a coger algo que guardo por seguridad en la mesilla de noche; una Glok 38, con cañón de nueve milímetros recortado. Nunca he tenido que sacarla de aquí, excepto para ir a las clases de tiro que inicié poco después de adquirirla en una feria de armamentística, a la que acudí acompañando a mi amigo Alfredo; un excomandante de artillería que conocí en una exposición de arte. Sí, los tipos duros también visitan ese tipo de eventos, sobre todo cuando su madre ha sido y es, una de las mejores escultoras de todo el país.


Pues bien, agarro el arma, todavía no entiendo el por qué y salgo de la casa en busca de alguien. Es el instinto, uno puede ser el tipo más pacífico del mundo y casualmente un día, sentir que podría asesinar a cualquier persona que trate de joderle la vida de tal forma, que se le quede grabado para siempre en la memoria. Y es lo que el instinto me lleva a querer hacer ahora si encontrara a la zorra de Sandra. Pero la razón puede con el ego, una vez más. Cambio mis planes tan pronto como aplasto mi culo en el asiento del Mercedes, <<estás loco, ¿dónde te crees que vas? A matar a Sandra, ¿eh? No te lo crees ni tú, cobarde, —resuena mi voz interna—, necesitas visitar a Joe, sí, eso te ayudará, él sabe muchas cosas, siempre ha sido así>>, culmino, en mis adentros.


La noche ya ha cubierto con su oscuro velo la ciudad, conduzco mi deportivo, girando las calles en un vaivén de sentimientos, de dudas y temores, de desgracias y traición, de locura e irritación. Mi alma no estará tranquila hasta que descubra todo el pastel y le dé su merecido a Sandra.


Veinte minutos más tarde, deambulo por las calles de Alboraya, un pueblo circundante de Valencia, al que le tengo especial aprecio por ser el lugar en donde vive mi tía Lourdes y porque también reside en él mi gran amigo, Joe. Es el tipo de sitio que te hace sentir como en casa, que te trae recuerdos de casi todas las épocas de tu vida y que está en el lugar perfecto para estar comunicado en todos los aspectos en que alguien puede estar.


Aparco el coche en la calle paralela a la de Joe y me dirijo hacia su casa; un estupendo adosado, situado en la zona más cercana a la playa. No me preguntéis por qué, pero Joe se las ha apañado para poder vivir así sin haber trabajado para nadie en su vida, sólo sé que a veces da clases particulares a clientes de dudosa existencia.


Me apeo en la puerta, en una de las ventanas se ve luz, eso me gusta porque he venido sin avisar y no tenía la certeza de que estuviese en casa. Presiono el botón que hace sonar unas pequeñas campanillas en el interior, poco después, la luz del video-portero se ilumina. Miro a la cámara con cara de lástima, como casi todas las veces que he venido aquí.


—¡Maxi! Qué alegría, coño. Pasa, —dice Joe, con voz distorsionada por el interfono.


Un sonido eléctrico me indica que ya puedo empujar la puerta de la valla. Antes de terminar de recorrer el pequeño camino que lleva a la entrada principal, la puerta de ésta se abre, dejando asomar la figura de Joe a contra luz de los focos de la entrada. Siempre ha sido bastante alto, tanto que casi roza la parte superior del marco de la puerta. Va en bata, el muy canalla no ha salido en todo el día. No conozco a nadie que sea capaz de pasar tantas horas sin salir de su casa. La última vez que vine aquí, me dijo que llevaba diez días sin salir y que estaba bien. Siempre dice: “Me da igual, hoy día es posible que te traigan a casa todo lo necesario para vivir y siempre tendré la playa para salir en bata”. Nunca he entendido del todo esa frase, pero bueno, Joe es un tipo excéntrico, nada usual, supongo que esa frase sólo la puede entender él en su totalidad. Muchas veces le he envidiado, la excentricidad es un rasgo que te permite vivir de un modo arriesgado, sin temores ni pasiones. Sin embargo, te mantiene vivo, metido en tu mundo, sin que te apetezca salir siquiera. Pero yo no soy así, soy más bien normal, el tipo de hombre que sigue el compás, que se mueve por tendencias, que se enamora de las cosas que ve y no de las que imagina. Esto me hace pensar, que un equilibrio entre esas dos formas de vida podría estar rozando la perfección de la existencia, pero con todas y con esas, tampoco soy así. Me pregunto si alguien lo será.


—Hombre, Maxi, qué alegría verte. Supongo que mis palabras por teléfono no fueron suficientes para que entendieras lo que te pasa. También supongo que has vuelto a ver esas cosas. ¿Me equivoco? —Dice Joe, estrechándome en un abrazo. Su pelo ondulado golpea mi ojo derecho, produciendo un pequeño escozor.


—Supones bien, —contesto, rascándome el ojo y a medio sonreír.


—Está bien, no te atormentes. Me temo que estás ante los síntomas claros de un don que ha venido para quedarse. Ahora entenderás qué se siente al poseer esa percepción.


—¿No se me va a ir?


—Pasa, anda. Te invitaré a un trago.


—Me vendrá bien, sí.


—Siempre viene bien un trago con los viejos colegas, hombre. ¿Cuánto tiempo hacía que no me visitabas?


—Menos del que hace que tú me visitaste a mí… —salta una carcajada de mí. Joe me mira serio desde la barra de la cocina, en donde prepara dos escoceses, para después echarse a reír también. No me gusta demasiado el whisky, pero siempre que vengo, me lo bebo como si fuese zumo de naranja recién exprimido en una mañana de resaca.


—Bastardo, cabrón. Siempre te las ingenias para que nadie se enfade contigo, ¿cómo lo haces?


—No lo sé, simplemente sale así, no premedito demasiado.


—Bien, bien, bien… Amigo… Maxi, —dice, acercándose con los vasos de escocés y sentándose a mi lado—. Cuéntame lo de esas visiones más al detalle, anda…


—Pues… estoy tan tranquilo, y de repente… —le cuento cómo ha ido evolucionando todo el proceso “hectoriano” y cuándo empezó exactamente.


—Bien… bueno… Todo indica que tienes algo. Además, las sensaciones que he percibido al verte no son cómo las de siempre. Algo ha cambiado en ti, y…


—¡¿Y qué, y qué?! —Interrumpo, ansioso de poder atar algún cabo.


—Y… me temo que ni yo sé ahora mismo qué es lo que te sucede, amigo… Pero no temas, bríndate un trago y olvídate de todo lo demás, —me dice, alzando su vaso. El sonido de los hielos tambaleantes resuena en mi cabeza, transformándose en una hilera de recuerdos que no parecen ser míos. Estoy viendo unas visiones muy claras de una especie de pasillo, como de un manicomio, o algo así. Hay puertas a cada lado, con pequeñas ventanas rectangulares en la parte superior. Asomo mi cara por una de ellas y veo a un mini Héctor allí, preso, triste. Luego miro en otra y veo al segundo mini clon, así hasta mirar en las siete puertas correspondientes y todos igual, pesarosos y cautivos. Pero hay una octava puerta, asomo en ella y Joe me da un sobresalto al estampar su cara en la pequeña ventanilla. Todo vuelve a la normalidad, pero la cara de Joe sigue ahí, bien cerca.


—¡Max, Max! ¡Vuelve, vuelve!


—Estoy aquí… Joe, estoy aquí. Otra de las visiones, esta vez diferente, tío. Esto me asusta, joder.


—Bueno, yo no suelo acojonarme por cualquier cosa, pero he de decir que tus ojos en blanco, y lo que te has puesto a hablar, no me ha gustado nada.


—¿Que me he puesto a hablar? ¿Qué cojones dices, Joe? ¿Es una de tus bromas?


—No, tío. Has dicho unas siete veces en tonos diferentes de voz: “sácame de aquí”, tío. Esas voces parecían de personas diferentes cada una.


—¿En serio?


—¿Tengo cara de estar bromeando?


—La verdad, no.


—Pues ya está.


Lo que me acaba de decir Joe es algo que me viene agonizantemente mal. No sé qué le ha pasado a mi cabeza o a mi vida desde que murió Héctor, lo único que sé, es que todo este asunto se está agravando cada vez más.





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José Lorente.

miércoles, 23 de abril de 2014

El libro

El libro; ese manojo de papel atado con cuerdas y lleno de palabras. Palabras, sí, esas que se unen formando frases. Frases, que se unen formando historias. Historias que cobran vida en nuestra imaginación; historias de guerras, de fantasía, de ciencia ficción, de amor. Amor, ese que nos desvela, que nos desata la pasión, que nos impulsa a vivir en plenitud en conjunción con el universo.


    El libro, con su color, su mundo, su fragancia; lleno de aventuras, magia, personajes. Personajes que nos identifican y nos acompañan; en el parque, en el salón, en la cama, sentados en una roca a la vera del mar, bajo un árbol, tumbados en un prado de hierba fresca mientras el sol cae sobre el horizonte. Miles de palabras dispuestas con elegancia, millones de imágenes que despiertan en algún lugar de nuestros ojos y logran remover emociones. Emociones; reír, llorar, amar, sufrir, preocuparse, sí, tantas cosas nos regala un libro, que se ha convertido en objeto de culto, de ocio, de sabiduría. ¿Qué sería del mundo sin ese amigo de capítulos y páginas? Sería un lugar sin estrellas, sin cielo, sin sueños. Porque el libro es y será, un gran compañero de viaje, un elemento fundamental en la noche, un tributo a la vida, un elenco de palabras trascendentales que perdura en el tiempo, que se acomoda en los estantes, que sigue desbordando la imaginación, miles de años después de ser concebido. Los libros son personas; amigos, primos, tíos, hermanos, padres. Son carreras del destino, son pureza del lenguaje. Un arte creado con la palabra, llegada de algún rincón de nuestra mente, abierta a merodear cualquier parte. Una historia siempre será una historia, en nuestra imaginación, una historia siempre será un recuerdo, que nos acecha de vez en cuando, animándonos a descubrir nuevas conjunciones de palabras dispuestas estratégicamente. El libro, sí, ese famoso personaje lleno de personajes, donde la realidad y los sueños se hacen uno, donde la vida puede disfrutar de versatilidad y locura. Bienaventurado sea el don de escribir, bienaventurados sean los que leen a diario, bienaventurados todos los que promueven esta cultura milenaria. Bienaventurado, libro, eres y serás el más grande de entre todos, porque en todos estás tú, y todos están en ti, con tus historias y aventuras.


    Por esto y más cosas que escapan a mi entendimiento, leo porque escribo y escribo porque leo. Mis libros son y serán vuestros, por siempre, para siempre.

    Para celebrar un día tan especial como es hoy, Día Internacional del Libro. Una de mis creaciones <<El mar de las historias extrañas>> con un 70% de descuento en Amazon, estad atentos en las próximas horas.





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José Lorente.


domingo, 20 de abril de 2014

Perfume. Capítulo 41

Mis habilidades para forzar cerraduras siguen intactas, fruto de mi pasado adolescente, en el que estuve una temporada haciendo tareas poco convencionales para uno de los miembros de una pequeña mafia rusa; ellos me encargaban “trabajos”, que luego me pagaban de muy buena manera. No estuve mucho tiempo dedicándome a eso, pero sí el suficiente como para aprender a forzar cualquier tipo de cerradura, por muy segura que sea. Ésta ha sido realmente fácil, no estaba cerraba con llave, cosa que me preocupa más aún.


Empujo la puerta mientras compruebo que no haya ningún vecino por la zona. Al entrar, el típico aroma de hogar dulce, que Sandra, se encarga de conseguir. Enciendo todas las luces que puedo y recorro el pasillo, hasta que llego al salón. Al encender la luz, mi cara adquiere una expresión de sorpresa inmensa, al mismo tiempo, un escalofrío eriza todos los pelos de mi cuerpo para después sentir rabia y desconfianza. Posadas en el salón, están todas las obras de arte que faltan en mi casa, y también la del Nigth Jazz. No entiendo nada, busco por todas partes para ver si encuentro alguna pista más; en la cocina, un cenicero con un cigarro apagado y otro apoyado pero consumido, éste tiene carmín rojo marcado en el filtro, es de una mujer.


Salgo de allí horrorizado y loco por encontrar a Sandra, ha sido ella la que me la ha jugado, la muy cerda. Seguro que lo tenía todo planeado, y lo del tal Carlos, era un farol. Pero nada me encaja, <<¿cómo sabía que el sábado no estaba en casa? Alguien se lo tuvo que decir, ella sabía que yo estaba con Sara, pero no sabe nada sobre la muerte de Héctor. No entiendo nada, me voy a volver loco>>, pienso, angustiado. Al menos ahora sé, que los ladrones que vi salir del Nigth Jazz, son los mismos que entraron en mi casa. Salgo del piso de Sandra, sacando el móvil para avisar a la policía, pero luego pienso que acabo de cometer un delito de allanamiento de morada y desisto de hacerlo. <<Este asunto tengo que resolverlo yo mismo>>, pienso.


Salgo del edificio, cargado con el cuadro que me regaló mi padre, es lo único que he podido recuperar, lo demás es demasiado pesado para cargar con ello andando. Voy a casa, pongo el cuadro en su sitio, después agarro el coche y me dirijo a un local de alquiler de vehículos.


Alquilo una furgoneta y me planto de nuevo en el piso de Sandra; esta vez he tocado a otra casa y me he inventado que soy un repartidor de publicidad para poder entrar sin levantar sospechas. Vigilante de cualquier voz de vecinos, voy sacando cada una de las piezas de arte, depositándolas en la furgoneta que tengo aparcada dos calles más atrás. Recupero incluso la estatua del Nigth Jazz, es un estandarte de mi sitio preferido en toda la ciudad, merece estar allí.


Una vez cargada la furgoneta con todas las piezas, salgo del lugar, contento por haber podido recuperar lo que me han robado, pero furioso por saber que ha sido Sandra la que me ha traicionado, y de qué manera. Más le vale no aparecer, porque la podría matar ahora mismo, presa de la fuerte rabia que me hace sentir toda esta situación.


Voy al Nigth Jazz, les entrego la estatua. Me lo agradecen diciéndome que podré beber gratis el resto de mi vida y ofreciéndome parte de las ganancias del sitio; les digo que me conformo con lo primero. Poder ir a ese sitio y tener las copas gratis, me hace sentir especial, no por el dinero ahorrado, sino porque me traten de ese modo.


Llego a casa y coloco cada obra en su lugar, mi piso vuelve a ser el de antes, pero eso no quita que tenga ganas de asesinar a alguien, y ese alguien ha estado trabajando conmigo durante años, a mi lado, haciéndome creer que me tiene aprecio, follando conmigo a cada momento. <<Menuda puta>>, pienso. Entonces, un repentino pensamiento merodea por mi cabeza, la imagen de Sara aparece, mostrándome sus encantos de mujer, y una fuerza extraña me lleva a querer contarle lo que me ha sucedido, después, pienso que estará trabajando y decido llamarla más tarde, pero otro pensamiento invasor me hace recordar un pequeño detalle; Sara me había dicho cuando nos conocimos, que esta semana estaba de vacaciones, y ayer me dijo, que trabajaba, aunque en una zona distinta. Así que, saco el teléfono porque no sé si lo de las vacaciones fue también parte del complot que ideó para poder acercarse a mí o es la realidad. En cualquier caso, ya no me fio de nadie. Aun así, la llamo. Estoy sentado en mi salón, observando el acuario y un cuadro que no ha quedado del todo recto mientras el tono suena…


—Valentín, guapo, precisamente estaba pensando en ti, —contesta, después del sexto tono.


—¿Ah, sí? ¿Y qué pensabas exactamente?


—Pues, pensaba llamarte en un rato para decirte si podemos vernos mañana a eso de las cinco y media. Han anulado mis clases y me apetece verte. ¿Qué me dices?


—Mañana a esa hora tengo un compromiso, ¿podemos quedar un poco más tarde?


—Supongo que sí, aunque me gustaría quedar a esa hora, pero bueno… ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?


—No lo sé, no estoy seguro. En cuanto lo sepa cierto te aviso, ¿vale?


—De acuerdo. ¿Todo bien?


—Sí, ¿por qué?


—Te noto algo serio, ¿ocurre algo?


Mi boca quiere contarle lo que he descubierto, pero mi cabeza dice que es mejor no decirle nada.


—Sí, todo bien, sólo estoy un poco cansado, —miento. Mi preocupación es profusa, acentuada, molesta incluso. Sandra, una de las personas más importantes de mi vida, me ha traicionado, y de qué manera… No puedo dejar de pensar en ello.


—Está bien, cielo. Trata de descansar, has tenido un fin de semana bastante jodido. Mañana te cuidaré, ¿vale?


—De acuerdo, preciosa. Gracias por todo. Eres un amor.


—Gracias a ti. Tú sí que eres un amor, de los que duran… y duran… Un besazo grande, —un sonido del crujir de dos labios suena después de la última frase. Eso arranca una pequeña sonrisa en mi boca.


—Otro enorme para ti, —no lo escenifico y cuelgo el teléfono. Esta conversación me ha dejado algo más tranquilo al saber que ella está ahí, aunque todavía desconfío demasiado, he de hablar con Howart antes de verla.





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miércoles, 16 de abril de 2014

El extraordinario viaje de Pablo. Capítulo 1

Para celebrar el lanzamiento del libro en papel, hoy publico su primer capítulo.


Brillaba un día radiante de sol, el cielo estaba azul intenso. Era un verano cualquiera. Corría una brisa fresca y suave, era un día estupendo para estar descansando al abrigo de las olas del mar. Pablo se encontraba en una de las playas de la localidad castellonense de Vinarós, en la Comunidad Valenciana, España. Estaba descansando con sus amigos de la infancia Luis y Sergio; se habían acercado a relajarse hasta allí con los dos quads que tenían ellos. Los tres hablaban y bromeaban todo el tiempo, pasando una agradable tarde.


    Luis era el mejor amigo de Pablo desde que tenían los dos 4 años. Sus padres  también eran amigos desde hacía mucho tiempo y acostumbraban a organizar comidas y reuniones entre ellos, de ahí la amistad que les unía.


    Pablo no tenía quad, su familia era modesta y él no había podido conseguir trabajo desde que terminó sus estudios como técnico electromagnético. Aunque era muy bueno en su campo y sus notas eran excelentes, no había tenido aún la fortuna de acceder a ninguna ocupación de esas características. Sin embargo, le fascinaban los vehículos, así como los quads que tenían sus amigos. Siempre andaba detrás de Luis insistiendo en que le dejara llevar su máquina, pero su amigo todavía no tenía la suficiente confianza en él como para dejársela, se la había comprado hacía un par de

domingo, 13 de abril de 2014

Perfume. Capítulo 40

La mañana transcurre tranquila, en mi mente sólo hay cabida para especulaciones sobre el paradero de Sandra, que a estas horas, sigue sin aparecer. Son la una y media de la tarde, he terminado de trabajar por hoy, encasquetando un par de seguros a dos de las familias con las que me tenía que reunir, parece que al llevar tanto tiempo dedicándome a esto, no hace falta estar concentrado para poder llegar a vender algo.


Me dispongo a salir del hotel. Álex, el recepcionista, me despide con uno de sus comentarios auténticos, propios de él:


—Hasta mañana, hoy no ha venido tu compañera para alegrarnos la vista… A saber qué estará haciendo, —dice, riendo, dando a entender que es algo suelta en lo que a relaciones se refiere.


Me acerco al mostrador, siguiéndole el juego, como si me hiciese gracia la broma que acaba de soltar. Una vez allí, me planto delante, apoyo mis manos en el banco, delante de él y le digo sin parar de reír:


—Sí, seguro que está follándose a alguno por ahí, —su semblante cambia al oírme decir eso, ha captado la ironía, mi cara adopta entonces matices de seriedad, mi mirada traspasa sus ojos como un tigre de bengala atraviesa un aro en llamas—. Un comentario más y hago que tus tripas sean el almuerzo de los cerdos de mi tío del pueblo, ¿entendido? —Mi cara se torna sonriente de nuevo, la suya es un poema mal escrito; le doy una palmada en el hombro, me doy media vuelta y salgo del hotel.


El día es fresco pero soleado, no hace demasiado frío. Los coches pasan por delante como una procesión de vidas ajenas locas por llegar a su lugar de comodidad. <<Sandra, Sandra y Sandra>>, se escucha en mi cabeza una voz, que parece ser de otro y no mía. <<Saraaa>>, salta otro tono de voz distinto, alargando el nombre en un susurro inquietante. Agacho la cabeza, froto mis ojos dos veces y al abrirlos, ahí están, los mini Héctors, caminando a mi lado, como si fuesen mis hijos y les estuviese acompañando al colegio.


—Lo tiene Sandra… —dice uno de ellos, que resulta tener la misma voz que ha pronunciado el nombre de Sandra tres veces anteriormente.


—Sara… —susurra otro de ellos, mirándome y haciéndome un guiño.


—No sabéis nada, son las dos… —dice otro, con tono de voz parecido a cuando alguien inhala helio gaseoso.


—¡Está bien! —Me detengo—. Basta de jueguecitos, ¿qué demonios queréis? Decidme de una vez a qué estáis jugando, —les digo, algo confuso y excitado.


Los siete mini Héctors se detienen frente a mí, mirándome con cara de enfado, como hacía el mismo Héctor cuando algo no le gustaba de mí.


—Sabes muy bien lo que queremos, lo sabes mejor que nosotros, no te andes con tonterías, —dicen todos, al unísono.


—No, no lo sé. Y quiero saberlo, ya estáis largando todo lo que sabéis, —replico, algo nervioso.


—No sabemos nada, no sabemos nada… —se ponen a saltar y dar vueltas entre ellos, como haciendo un baile indio de una tribu del profundo Amazonas.


—¡Ya está bien! —Estallo.


Los mini Héctors se esfuman dando paso a la imagen de una señora con el carro de la compra que me mira extrañada, como si estuviese pensando que estoy loco, quizá tenga razón. Tal vez Joe no esté en lo cierto en que tengo alguna clase de don especial, quizá lo que me pasa tiene algo que ver con algún desbarajuste entre mis neuronas. La señora se estira y avanza, dando a entender que desaprueba mi costumbre de discutir con el aire.


—Perdón, —le digo, rascándome el cogote.


Continúo mi paso, pensando en Sandra, en Sara y cómo no, en Howart, ese desconocido, que tiene información valiosa sobre la mujer que lleva siendo dueña de mis pensamientos durante meses, y que ahora, significa un conjunto de dudas y temores que me tienen angustiado.


Saco el móvil y busco ese nombre, Howart. Doy al botón de llamada, el tono comienza a sonar al cabo de un par de segundos.


—Sí, ¿quién es? —Contesta.


—Hola, ¿Howart?


—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?


—Soy Max, amigo de Héctor.


—¿Héctor? ¿Qué Héctor?


—Héctor Ortiz, el chico que…


—Ah… —interrumpe—. Sí, dime, ¿qué deseas?


—Me comentó su hermana, que tienes información del trabajo que te contrató antes de morir.


—Sí, algo tengo, pero es confidencial, ¿por qué lo dices?


—Esa chica es mi novia.


Un silencio incómodo se instala en la frecuencia telefónica, después de varios segundos de tensión, dice:


—Calle Doctor Marañón, número ocho, cuarta planta, puerta diecisiete. Mañana a las cinco de la tarde.


—Pero, ¿qué sabes? —El sonido del tono de llamada terminada me deja a medias, con un vacío y una incertidumbre que sólo los más valientes podrían soportar. Me quedo mirando el teléfono, indignado. No puedo volver a llamarle porque sé que no va a contestar, sólo puedo esperar que llegue mañana a esa hora para saber más. Ahora toca ir a casa de Sandra, para ver si está allí, pero antes debo comer algo, mi estómago ruge feroz mientras las cotorras verdes cantan en los árboles circundantes de la ciudad.


Llego a su portal, veinte minutos después, presiono el botón que indica su nombre; espero, pero nadie contesta. Llega una vecina, cargada con bolsas de la compra y un chihuahua enano de color beis, con ojos saltones y morro chato. Abre la puerta y aprovecho para colarme, poniendo como excusa que voy a visitar a Sandra.


—Ah, esa chica… —me dice mientras pasa y hace entrar al perrito.


—Sí, ¿la conoce?


—Claro que la conozco, su piso está justo encima del mío, —contesta, parándose y lanzando una mirada, que bien podría estar augurando un nuevo cambio de siglo, en el que este mundo se va a acabar—. Siempre está haciendo ruido, por no hablar de sus noches de lujuria. Especialmente los fines de semana, mis hijos no tienen por qué escuchar todo eso. —Mi mente se ríe, pero mi cara no lo expresa—. Aunque este fin de semana no he escuchado nada, algo muy raro, porque ya te digo, —continúa la molesta mujer—, esa chica es una guarra y todas las semanas arma un escándalo tremendo. Seguro que tú eres uno de sus múltiples “amiguitos”, ¿verdad?


—Bueno, señora, no creo que eso sea asunto suyo… ella está en su casa y tiene derecho a hacer en ella lo que le plazca.


—¡Pero tiene que respetar a los vecinos!


—Y usted necesita una casa en el campo, —contesto, ahora sí, riendo acanalladamente.


—Eres como ella, no hay duda, —refunfuña la mujer, alejándose hacia el ascensor. Me he parado, fingiendo que trasteo el móvil para no tener que coincidir con ella en el elevador y tener que escucharla decir más estupideces sobre mi amiga.


Cuando al fin logro llegar a la puerta de casa de Sandra, toco y no se escucha nada. Decido probar a forzar la cerradura, preocupado por la extraña desaparición de mi compañera y amiga.





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