lunes, 30 de junio de 2014

La tienda de antigüedades

Recuerdo aquella mañana de verano; la brisa era fresca y abrazaba mi cara con esa delicadeza satisfactoria que sólo un airecillo así puede provocar. A mi espalda una mochila con un ordenador portátil, tres libros, un bocadillo de jamón y queso y una botella de agua.


    El callejón era peatonal, estrecho, de cabida unipersonal, con una pared blanca a la derecha que se alzaba por encima de mi cabeza, llena de macetas repletas de vida floral. A mano izquierda, pequeñas puertas antiguas de casas de pueblo con fachadas blancas también. Yo iba a alguna parte de aquel modesto pueblo de interior, no recuerdo adonde. Estaba de escapada solitaria en uno de mis grandes momentos de creatividad absoluta; me daba por viajar a solas a pueblos remotos, escondidos entre montañas colosales y verdes.


    Una de esas puertas llamó mi atención al encontrarse abierta de par en par. Asomé mi rostro con curiosidad y caí en la cuenta de que aquella casa no era una casa cualquiera. Se trataba de una pequeña tienda de antigüedades, allí, encalada en medio de la nada, en aquel callejón escondido de aquel pueblo

jueves, 26 de junio de 2014

Una historia en diez palabras

Amaba, reía, compartía, abrazaba; vivía.

Insultaba, odiaba, envidiaba, lloraba; moría.





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José Lorente.


lunes, 23 de junio de 2014

El llanto de los perros

Cada día, de camino al trabajo, pasaba por un pequeño almacén provisto de un espacio exterior en el que había varios perros pequeños. Esos perros me ladraban como posesos, todos los días igual, aunque a mí me hacían bastante gracia porque se parecían a mi pequeño Tobby.


    Cierto día, me di cuenta que sólo me ladraban a mí de ese modo. Caí en la cuenta al ver a una persona pasar por delante de ellos antes que yo y, en el momento de pasar yo, los perros reaccionaron como siempre, como si para ellos la única persona que merecía sus ladridos estridentes fuese yo. Aquel hecho ya me pareció extraño de por sí.


    Otro día, uno de esos en que no se trabaja, paseaba con Tobby cerca del almacén. Tobby comenzó a ponerse nervioso de un modo nunca antes visto por mí.


    —Tobby, ¿qué pasa? ¿Qué ves? —Le pregunté, y Tobby me miró y se puso a dar vueltas sobre sí mismo y después exhaló varios aullidos finos y consistentes. Era la primera vez que le veía tener ese comportamiento.


    Seguimos andando y Tobby, a cada paso que dábamos, se ponía más y más tenso, quería avanzar. Llegamos al almacén, pero ese día los perros no ladraron y Tobby, se puso a aullar más profundamente en cuanto estuvimos allí. Se paró delante de la puerta del almacén, me miró, triste, y comenzó a aullar repetidas veces. Y los perros no estaban, y no se les escuchaba como

miércoles, 18 de junio de 2014

El caracol valiente

Tras un trastero de estruendos translúcidos e intransigentes, vivía un caracol de cuernos prominentes.


    Su madre, que intuía ya la adolescencia sin incidencias del caracol, que a su corta edad ya era una eminencia, le decía que cuándo sería el día en que conocería a una hembra de hermosura y casta de Alejandría.


    Tiempo después en que el caracol, de romanticismo concurrente y ocurrente rezó todas las noches para que así fuera, apareció una hermosa dama, de belleza anclada en rama y cuernos que invitaban a poseerla en cama.


    —Oh, dulce dama, ¿quieres ser mi amada?


    —Claro, sereno caballero, pero para ello permiso a mi madre has de suplicar, no será fácil, pues es una madre aguerrida y terca, mas ese esfuerzo recompensado será.


    El caracol, que nada entendía de miedos, se aventuró hacia la casa de la hermosa dama. Allí, su madre esperaba, impaciente de conocer al valiente joven; cuernos alerta y preparada para la reyerta.


    —La madre de la muchacha de hermosura infinita has de ser, es por ello que te vengo a convencer, de que a tu hija me dejes querer.


    —Has de ser muy valiente para tratar convencerme, no por ello he de premiarte con ser tu suegra al verme. Habrás de entregarte con más esmero, pues si así lo haces siendo suegra te espero.


    —Entiendo, respetada madre. ¿Qué puedo hacer para ganar tu aprecio?


    —Has de salir de casa y demostrar que eres buen guerrero.


    El caracol, valiente como pocos, estiró su carnoso cuerpo hasta librarse de su concha.


    —Ya está, señora y futura suegra, ahora, ¿has de cederme el privilegio de amar a su hija como si mía fuera?


    —Pues claro, valiente caballero. Has demostrado ser un buen guerrero. Lo único que a mi hija poco le gustan las babosas, mas puede que algún día se vista de rosa.


    El caracol corrió a meterse en su casa de nuevo, esperando que así la dama cayera en sus encantos y pusiera sus huevos, pero nunca logró acceder de nuevo, quedando con forma fea y viviendo en el suelo.



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José Lorente.




miércoles, 11 de junio de 2014

El rezo de la muerte

Empujó la puerta de la habitación, su mirada reflejaba el temor del alma, sus movimientos estaban ralentizados por ese temor agudo, incontrolable e inusitado que le terminaba de provocar un espeluznante sonido de voces que provenía del interior. Era su habitación, y, desde hacía días, en casa no había nadie más que ella. Al otro lado, la oscuridad dictaba su usual armonía escandalosa e incierta. Las voces pararon tan pronto como la puerta comenzó a gruñir cual bisagra oxidada y vieja. No sabía muy bien si avanzar o salir corriendo de aquel agujero de misterio y miedo puro. Pero un empuje anormal la mandó adentro de un soplo infeliz. La puerta se cerró tras de sí, dejándola a merced de las sombras, de la incertidumbre más pesarosa. Prendió la luz pero no funcionó, la histeria comenzaba a tener efecto en su mente y sus actos, dando palmadas desesperadas en aquel interruptor que jamás había dejado de funcionar. Las voces sonaron de nuevo, esta vez inteligibles, cercanas y reales.


    —Pasa, Paola, no te quedes ahí. Te estábamos esperando, —esa voz sonaba dulcemente diabólica, pero agriamente tentadora.


    Paola trató de articular palabra para preguntar qué estaba ocurriendo, pero su voz era inexistente, de su boca sólo manaba aire sin un código audible. Se asustó más si cabía.


    —¿Qué te pasa, Paola? ¿No quieres jugar con nosotras? —Esta voz era más aterradora; una mezcla de voces rasgadas e intrincadas.


    —Tú lo pediste, pediste que te trajésemos aquí, ¿recuerdas? —esa voz era familiar aunque peliaguda y molesta incluso—. Pediste reunirte con nosotros en tu habitación, como en los viejos tiempos, como en tu niñez. Ahora no te escondas, no temas, no intentes huir. Eres nuestra para siempre, como siempre.


    Paola recordó el tremendo esfuerzo que había desempeñado en pedirle a los cielos que sus padres y sus dos hermanas volvieran, o que la llevaran con ellos. Hacía dos semanas que habían muerto en la carretera.




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miércoles, 4 de junio de 2014

La comida

—No puedes comprarte eso. No puedes comprar lo otro. Debes guardar el dinero para el mañana. Nunca sabes cuándo lo echarás en falta.


    —Ya. Pero a mí me gusta vivir el presente, me gusta gastar dinero si me apetece. El dinero va y viene. Las experiencias no, esas solo vienen si las vives, y para vivirlas hace falta dinero.


    —Sí, pero tú siempre serás pobre. Yo, por ejemplo, tengo mucho dinero ahorrado, nunca seré pobre.


    —No serás pobre económicamente, pero sí espiritualmente.


    —Prefiero estar tranquila, teniendo todo ese dinero que vivir sin apenas nada, siempre pensando en si podré pagar las facturas.


    —Es una decisión tuya. Pero piénsalo. Cuando te vayas a la tumba, ese dinero no dirá nada, será un montón de papeles sin valor. En cambio, si vives sin pensar demasiado en él y disfrutando cada momento como si fuese el último, morirás llena de recuerdos, que al fin y al cabo, es de lo que se compone la vida, de recuerdos. No de montones y montones de billetes o infinitos números en la cuenta corriente.


    —Ya. Es cierto. Aun así, prefiero llevar esta filosofía de seguridad económica. No lo puedo cambiar.


    —Todos podemos cambiar si nos lo proponemos.


    —Yo no quiero cambiar. Quiero morir dejando una buena herencia a mis futuros hijos.


    —Totalmente respetable.


    —Sí, igual que tu parecer sobre este asunto.


    —¿Comemos ya, o quieres esperar a morir para comer también?


    —Comemos, comemos. Ni que fuese a morir hoy mismo.


Una hora más tarde, una ambulancia llevaba el cuerpo de la adinerada joven hacia el ambulatorio más cercano. Una oliva de la ensalada quedó atascada en su esófago, reventándolo y produciendo una infección en la cavidad torácica; una infección mortal. Murió sola, sin pareja, sin hijos, sin viajar, sin probar cosas nuevas por no querer gastar ese dinero tan preciado, por tanto murió vacía, eso sí, con una cuenta corriente ejemplar que el banco utilizó en bienes gananciales.




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José Lorente.







domingo, 1 de junio de 2014

Perfume. Capítulos 45, 46 y 47

Capítulo 45


Las doce y veinticinco de la madrugada, las ruedas de mi coche se asientan en la plaza de garaje de mi casa. Subo al piso, me desvisto con rapidez, el silencio de mi hogar, ese tan inconfundible y constante, me invade de arriba abajo, sólo el pequeño murmullo del agua de mi arrecife se escucha en tan grata calma. Pero no es calma precisamente lo que hay dentro de mi cabeza, ni mucho menos, todo lo contrario. Mañana tengo la cita con Howart, luego tengo que ver a Sara, tengo ganas de ella, pero no sé si después de hablar con ese detective seguiré sintiendo lo mismo. Me aplomo en el sofá, observando los peces, noto mis párpados pesados. Decido ir a la cama para intentar conciliar el sueño. Pongo sonidos de olas del mar en el móvil y me acurruco debajo del edredón nórdico. Imágenes de Sandra tramando el plan para robarme, de Héctor sonriéndome, de Paula intentando acostarse conmigo, de Sara embaucándome y los mini Héctors con sus locuras, se suceden por mi cabeza a velocidad de