martes, 24 de marzo de 2015

Un día



Un día de lluvia; incesantes gotas de vida que descienden de los cielos. Torrentes sin control que pasean por las aceras de la ciudad. Un pajarillo posa su pico en un charco formado como una bendición para sus cansadas alas. Caminantes sin rumbo, cobijados en artilugios con varillas endebles que poco pueden hacer ante el fuerte viento más que doblarse y romperse. Un día de lluvia en que te conocí, parada en el semáforo, con un libro de extraño título entre tus manos; unas manos húmedas y frías como las gotas que resbalan por tu mejilla. Aquel día entendí tu dolor, vi sin saber que venías de algún lugar que no te había abierto la esperanza sino que había resquebrajado tu ser. La lluvia te empapaba pero no sentías nada, sólo aquel pájaro que bebía en el charco fue capaz de llamar tu ausente atención. El pájaro y mis palabras, claro. Unas palabras medidas sin saber por qué ni cómo. Sin saber el fin de éstas, ni siquiera si iban a hacer mella en tu tristeza desmedida. Y qué tristeza la tuya cuando me miraste por primera vez, con esos ojos color claro de grandes iris, rasgados cual felina inquieta. Qué tristeza la que mostró tu rostro al posar esos ojos sobre los míos. Pero mis palabras tuvieron el efecto que nunca esperé y sin embargo en todo momento deseé. Fuiste tú la que, en aquel día de lluvia, me enseñó a ser mejor persona. Me enseñaste que no todo está perdido cuando uno cree que lo ha perdido todo. Me enseñaste tantas cosas que aun, a día de hoy, todavía no encuentro una explicación elocuente y concluyente de por qué decidiste sonreír cuando te dediqué mis primeras palabras. El pájaro voló tan pronto tu sonrisa iluminó el cielo gris de aquel día. Pero la lluvia no cesó, el viento no amainó y el semáforo se puso en verde tratando de conspirar contra mí y mi intento de desear la alegría a una desconocida que está triste; una desconocida que lleva un libro de seres extraños en mundos ficticios. Una extraña que se convirtió en alguien que no es posible olvidar con el paso de los años. Y el destino quiso que te fueras y no volvieras a proponerme un café en el bar de la esquina. No lo olvido, no consigo quitármelo de la cabeza. Pero ese mismo destino que un día nos juntó para poco después separarnos, nos ha vuelto a juntar en un día sin lluvia, brillante, de luz incisiva y sol radiante. De pájaros cantantes y fuentes refrescantes. En este parque donde suelo leer las novelas que aprendí de ti; novelas de ciencia ficción en un mundo sin freno ni desenlace. Has tocado mi hombro por detrás y he sabido que eras tú antes de girarme. He notado tu aroma, aquel que detuvo el tiempo en el semáforo y jamás he podido olvidar. Y sin palabras me pones aquel café que nunca tomamos en la mano y te sientas a mi lado. Mujer de ojos tristes que hoy brillan alegres y sin cargas. Entonces me recuerdas las palabras que te hicieron sonreír cuando tu padre acababa de ser enterrado.
    «Tus ojos hablan de tristeza. Tu gesto es pesaroso. Pero ese libro dice que hay vida e imaginación suficientes como para poder perderse entre sus páginas cuando las cosas no van bien».
Sonreíste de tal forma que supe que mis palabras habían sido las más adecuadas. Y el pájaro voló, harto de beber, consciente de que nuestro amor empezaría allí y no terminaría nunca.




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